lunes, 8 de diciembre de 2008

UN POEMA DE BAUDELAIRE

Sentado en el banco de la plaza. Siempre sentado. Mientras los chicos jugaban a la pelota en el potrero. Mientras las abuelas alzaban la voz una sobre la otra y terminaban gritando sin darse cuenta de que hablaban de lo mismo. Mientras sus nietos corrían por la arena. Mientras caían, se lastimaban, lloraban. Mientras transcurría un buen rato hasta que la abuela indicada se percataba que era su nieta quien había gritado y lloraba a moco tendido, y se ponía roja y hasta la consolaba a los gritos, con una ira medianamente reprimida por hacerle pasar vergüenza delante de las otras. Mientras las otras levantaban la ceja al unísono, cruzadas de brazos torcían la boca, y las palomas picoteaban el suelo y mirando con un ojo, cada tanto, a una pareja joven que se besaba en el banco de enfrente. Siempre sentado. Contemplando con los ojos azules la Soledad que jugaba al truco en una de las mesas de piedra, donde los viejos añoran sus días, que ya son de color sepia, en fichas de dominó. Él, sentado. Mirando. Observando. Casi sin mover un músculo. La boina marrón se enreda con los pelos blancos, finos. La bufanda marrón anudada al cuello. Le gustaría que estuviese más apretada.
Sus manos, llenas de manchas y surcos, como los de su cara, blanca, le dan al viejo una fragilidad aparente. Dos arrugas que caen sobre los costados de sus ojos azules como el mar que algún día lo trajo por estas tierras, provocan lástima, sólo pasajera, de los que lo miran con atención. Apoya los codos sobre los huesos de sus extintos muslos, abrazando el estómago. Otra vez este maldito dolor, piensa, y la Soledad, que dejó de jugar a las cartas, y ahora mira constantemente su reloj, le guiña un ojo. Gol de Rulo. Él no se da vuelta. Sigue abrazado a su estómago. Lo estruja con los huesos de los brazos. Lo quiere sacar y por poco lo logra, pero otro gol de Rulo, lo distrae y gira su cabeza.
La pareja de jóvenes del banco de enfrente unen sus labios de nuevo. Un minuto. Dos minutos. Tres. Cuatro. Quince. Media hora. Hasta que comienzan a masticarse los labios. Luego, se comen la nariz y las orejas. El cuello, los ojos. El banco se llena de sangre negra, vísceras y huesos con pedazos de carne. El viejo esboza una sonrisa. Una imagen conocida de sus tiempos de juventud. Mira a la Soledad, que comía una naranja y la reconoce en esos recuerdos. El viejo se abrocha a su estómago. Otro gol de Rulo, gritos de victoria. Ya lo molestan, pero no se mueve. ¿Dónde va a ir? Hace frío. El sol ni se gasta en darle calor, apenas alumbra la plaza, como un reflector que está a punto de morir, que sólo puede iluminar un círculo, y el resto oscuridad y demonios.
La Soledad anda en bicicleta. Va en círculo, pasa por delante suyo, por entre los árboles, baja a la calle, frena en el kiosco de Norma, y vuelve a pasar por delante suyo. Así, 10 veces. 20 veces. El estómago duele más y más, y las palomas le tiran de la falda a las abuelas, que siguen de brazos cruzados, con la boca torcida, criticando, gritando, sordas, ciegas y mudas. Las palomas, llorando, ruegan irse porque tienen frío. Vuelven a la arena y escarban en busca de lombrices. Y así varias veces. Y la Soledad que vuelve a pasar, cada vez más cerca. Y el viejo que busca en sus recuerdos color sepia aquella imagen en su juventud. Una mujer, como la del banco de enfrente. En una fotografía en blanco y negro Y la Soledad al lado, amamantándola con los huesos de su pecho. Y el observando de afuera, con sus ojos azules y el pelo rubio como el sol, esbozando una sonrisa. Y otra fotografía. Y otra. Y otra. Y siempre la misma imagen de la soledad, acurrucando a esa mujer de piel azul. Y se equivoca. El viejo se equivoca. Gira la cabeza. La Soledad estaba sentada a su lado en el mismo banco verde, leyendo un poema de Baudelaire. Mientras las viejas saludan al aire y sus palomas agradecen a la luna, la Muerte dejó la bicicleta y se sentó en un árbol. Juega al ta-te-ti y gana. Siempre gana.