viernes, 1 de octubre de 2010

unas palabras para ginger love
que todas las noches se acuesta en el amor
con dos lunas como mejillas
la saliva de brillantina
y estrellitas doradas de macramé

unas palabras para ginger love
que todas las mañanas despierta
con el rubor cansado, las pestañas perdidas
y los ojos cuajados.
la sábana cada vez más pesada.

domingo, 16 de mayo de 2010

El Jardín

El viejo está todo vestido de blanco, porque hace calor; pero sus ropas están gastadas y bastante sucias. Por otra parte, aunque estuvieran nuevas y planchadas, igualmente le colgarían de los huesos, como le cuelga la piel gris y amarilla de las mejillas y el cuello; incluso la nariz está contraída, signo de muerte, y los ojos vidriosos ya no tienen expresión. De hecho son las facciones de alrededor, y sus propios movimientos, los que dan expresión a sus ojos, y el viejo no puede mover los huesos de la cara, salvo la mandíbula, que a veces deja caer y no se acuerda después de levantarla.
La niña que está sentada a su lado chupa un caramelo en barra; es una niña rozagante, gordita, con los ojos profundamente inexpresivos, en su caso por las facciones alrededor de los ojos son demasiado gordas. El viento es placentero, a pesar del calor del sol; sobre sus cabezas pasan las nubes blancas como la espuma de jabón en el río. El viejo ha apoyado el brazo enjuto en el hombro de la niña, y con la mano le acaricia los pezones incipientes; la niña chupa el caramelo, verde como los lentes de un emperador. El hombre moribundo dirige la mirada hacia las piernas de su compañera, una mirada no vacía sino grave y blancuzca, saliente y casi separada del cuerpo; y poco a poco, con la otra mano, levanta la pollerita plisada. La niña mira la mano, sonríe distraída, siempre chupando; de pronto se levanta, da un salto, dice “me voy”, y se va corriendo, sin pensar en nada. El viejo permanece en la misma posición, la mano huesuda cuelga todavía del respaldo de la silla, los ojos ahora están fijos en un árbol, sin pensar en nada.


Juan Rodolfo Wilcock.
Cuento del libro El estereoscopio de los solitarios, (Lo stereoscopoi dei solitari, Adelphi Edizioni, Milán, 1972)

lunes, 12 de abril de 2010

AMOR MÍO

La pereza, estado monocromático.
Fumás un cigarrillo
el papel, el filtro, el pellejo
de los dedos

Las piernas, sus venas como látigos
dictan telegramas de cemento.
Te lavo los pies
con labios cosidos.

La panza, diosa de cabecera
olvida tu forma y croa
y revuelve ranas pardas.
Escupís fuego por la boca
y tiras la correa de tus esclavos.

jueves, 18 de marzo de 2010

LA JAULA

Las luces del colectivo número 65 hacia Belgrano resaltaban en la negrura de la calle. Los árboles, que en la oscuridad se veían no porque la imagen chocase con el iris si no porque los conocía, sabía que estaban allí, impávidos, y ese recuerdo se transformaba en sus figuras, creaban sombras dentro de sombras. El ruido a motor crecía, mientras las luces se volvían más nítidas, cambiando esa expansión borrosa sobre sus líneas que crea la distancia.
Ocho pasajeros me recibieron (sin contar al chofer y sus ojeras, que le daban un aspecto lúgubre y antipático). Para algunos, eran las seis de la mañana de un jueves. Para otros, la oscuridad era una continuación de la noche.
El colectivo era moderno. De esos que parecen de plástico. En la mitad, un amplio espacio y en el suelo, un dibujo que indica su función reservada para minusválidos. Los asientos comenzaban de la mitad para atrás. Justo después de la puerta principal de bajada. Eran de dos en dos, separados por un delgado pasillo que desembocaba en otra puerta de bajada, ésta más pequeña. Había, a su vez, otros asientos más cercanos al chofer, que miraban hacia el costado, hacia atrás y hacia delante, como si estuvieran únicamente reservados para policías o vigilantes, cuya función al subir sea la de asegurar un viaje afable y sin contratiempos.
En el primer asiento, justo cuando termina la puerta, un hombre joven dormía apoyando su cabeza en la ventanilla, usando una gruesa bufanda blanca como almohada. El frío matinal se filtraba por los bordes metálicos de las ventanas. Frente a él, en uno de los asientos para vigilantes o policías, otro hombre, calvo y de prominente panza, dormía con los brazos cruzados, apoyando su barbilla sobre el pecho, sin otro abrigo que una remerita azul.
Las únicas despiertas en el colectivo eran cinco mujeres. Con excepción de una señora de pelo negro abundante, vestida con un sweater rosa, que masticaba velozmente, casi sin saborear, un alfajor, y que luego de tragarlo, no sin dificultad ya que el alfajor de maicena vuelve la garganta un desierto, apoyó su cabeza en el vidrio y se unió al grupo de los durmientes. El resto de las mujeres se veían jóvenes y se adivinaban estudiantes. Tres de ellas leían y marcaban sendas fotocopias, mientras que la restante miraba el vacío de las calles al que llenaba con la música de su MP3.
El colectivo no frenó hasta la décima parada, en Juan B. Justo y Muñecas, algo que parecía hacer de forma caprichosa. Una pareja joven subió, cortando el silencio del colectivo con mayor fuerza que la débil música que dejaba escapar el MP3 de la estudiante. Él, que vestía traje gris y corbata azul oscuro, mostraba una expresión acorde con su ropas, y a pesar de que se esforzaba por esbozar alguna sonrisa cuando ella le hacía algún comentario simpático que, para mi gusto, carecía de la suficiente gracia como para ser contado con el entusiasmo que ella le imprimía a sus opiniones, volvía casi al instante a ese rostro más acorde al de una estatua de algún mártir italiano que al de un muchacho. Ella no paraba de hablar, inundando el colectivo con una voz aguda que iba creciendo a medida que las calles se sucedían, largando de tanto en tanto una risotada aguda que hacía voltear en su dirección a las estudiantes, desviando así su atención de las fotocopias, frunciendo el seño, girando la cabeza negativamente, apretando el labio con los dientes y lanzando un suspiro fuerte, que intentaba inútilmente callar a esa mujer. Yo sólo los miré cuando entraron y luego dos veces más, como una respuesta impulsiva a sus carcajadas. Pensé en un pájaro, rosa y amarillo, picoteando el cráneo de una de las estatuas del Parque Rivadavia, abriendo un hueco en la piedra, y anidando dentro, cerca del oído. El pájaro le hablaba a la piedra, criticando a otras aves, enfocándose especialmente en una, un cuervo decía, envidiosa la llamaba. Luego bajaba su voz para subirla de inmediato, inundando el parque con su canto agudo que taladraba los oídos. La estatua escuchaba paciente, sin mover un músculo, salvo practicar alguna mueca en respuesta casi obligada a su risa y acompañar con un leve movimiento afirmativo de cabeza cuando el pájaro le decía que no tenía que hablar con las otras aves, ni dejarlas posarse en su frente.
Cuando se estaban por repetir los temas de conversación entre ellos, la estatua, con gesto adusto le indicó que había que bajarse. Se levantaron. Primero el pájaro, luego él, y caminaron por el pasillo angosto, mientras un cortejo de miradas reprobatorias al principio y de alivio después, los seguía. Él tocó el timbre, suave, pero con intensidad suficiente como para que se escuche. Sin embargo, el colectivo no paró. Ella enseguida gritó y tocó el timbre con insistencia, obteniendo el mismo resultado. Observé a la estatua cambiar por primera vez la expresión, frunciendo el ceño, entrecerrando los ojos. Ella en cambio hizo lo contrario, abrió grandes esos ojos saltones, casi amarillos por la tenue luz del colectivo, y el ángulo de perfil con que la pude ver me regaló una imagen de ella mucho más cercana a un ave que su voz. Enseguida fueron a hablar con el chofer, increpándolo por haberse pasado de parada. El conductor, al principio no les contestó, hasta que soltó un grito que despertó por un momento a los que dormían. Las estudiantes, que habían dejado de leer las fotocopias, prestando más atención a lo que sucedía con la pareja, casi saltan del asiento. A una se le cayó el marcador y casi agazapada para no pasar inadvertida, salió de su asiento, agarró el marcador, y se incorporó a su lugar, todo prácticamente en un solo movimiento. Los durmientes se levantaron, miraron un poco el panorama y volvieron a sus sueños.
La pareja en cambio, retornó a su lugar en silencio. Los dos tenían el mismo gesto, mezcla de sorpresa, asombro y temor. Se sentaron casi mecánicamente, mirando sus zapatos. Luego de un rato, los dos se durmieron.
Nadie subió en el resto del trayecto. Sin embargo, en algunas paradas, caprichosamente y sin que nadie lo indicara, el colectivo frenaba.
Sólo las mujeres pudieron abandonar el barco. Una a una fueron cayendo a la ciudad virgen, dejando la semipenumbra del colectivo. Luego del incidente con la pareja, se miraron, incluso conmigo hubo miradas de asombro, locura. Casi sin hablar decidieron bajarse en donde sea. Primero una que aprovechó uno de los caprichosos frenos del colectivo, sin tocar el timbre, se abalanzó hacia la puerta, y con esfuerzo la abrió manualmente. Me sorprendió la medida desesperada y poco ortodoxa, reprochándola al principio, pero agradeciendo el viento frío que llenó por un momento el colectivo, renovando el aire denso que respirábamos, ya que por costumbre no se abren las ventanillas en invierno.
La huída de la chica inspiró a las otras, que poco a poco fueron dejando el colectivo, para caer en una ciudad desconocida, gris y llena de sombras. Al bajar y caminar unos pasos, las chicas imitaban a los ciegos, andando a tientas, estirando los brazos, tanteando el suelo con los pies. Parecía como si hubiesen decidido caer al vacío de una ciudad que aún se acurrucaba en sus sábanas en vez de viajar con el resto de nosotros a la cocina para hacer el desayuno. Yo prefería las tostadas con manteca, y me acomodé en mi asiento, seguro de que la locura acabaría en la Terminal.
Junto con el chofer, éramos los únicos que pestañábamos. Los dos hombres, la mujer del sweater rosa y la pareja, dormían, incómodos, apoyando sus cabezas en la ventanilla, o sus barbillas en el pecho. Movían la boca para el costado, como si mantuvieran una conversación en los sueños. Y cada tanto, sin abrir los ojos, se estiraban y volvían a la misma posición. Comenzaron a hacer estos movimientos de a poco y casi al mismo tiempo. Parecía una sinfonía silenciosa, donde los cuerpos de estos pasajeros hacían las veces de ejecutantes e instrumentos.
La oscuridad de la ciudad había provocado que no me percate del viaje en absoluto. Al mirar por la ventanilla, con esfuerzo, pude descubrir la Iglesia de Caacupé, aprovechando que el colectivo había frenado en un semáforo. Dudé, pero finalmente me levanté del asiento. Acompañado de una serie de muecas y estiramientos ciegos por parte de los durmientes, fui a preguntarle al chofer como era posible que estemos pasando por la Iglesia de Caacupé si ésta queda dos paradas antes de la parada donde tomé el colectivo. El conductor no se dignó a contestarme. La luz roja del semáforo parecía tener en él un efecto hipnótico, como si fuese la primera luz que veía en mucho tiempo. La observaba fijo, abriendo levemente la boca. Las ojeras del chofer escondían el brillo que se adivinaba en sus ojos, que parecieron abrirse más cuando cambió el rojo por el amarillo, y luego por el verde.
Volví a sentarme, esta vez, mirando hacia la calle. Las luces tenues del colectivo reflejaban el interior de él en el vidrio convirtiéndolo casi en un espejo. Después de un largo tiempo de estar mirando fijo por la ventanilla, la resistencia del reflejo comenzó a ceder y pude observar la calle, negra, vacía. El recorrido de la línea 65 era el correcto, pero lo hacía en círculos. Iba y venía, sin frenar en ninguna terminal.
Me quedé en silencio, mirando los edificios, las calles, los árboles que pasaban de largo, y al cabo de un rato, volvían a repetirse exactos, conformando un paisaje monótono en el cual, sin embargo, descubría detalles nuevos; y pensando cuanto es lo que tardaría para convertirme en una nueva grieta de ese espectáculo gris e invariable. El colectivo seguía su interminable marcha y yo me acurruqué en el asiento. Hacía frío y ya me estaba agarrando sueño.

martes, 29 de diciembre de 2009

SÁMARA PASANDO JUNTO A LA HIERBA

Sixto arrastra los pies sin levantar la vista de la vereda. El amanecer se refleja en su rostro, volviéndolo amarillento. Parecía enfermo. ¿dónde estás Saratina?. Encendedor de mierda ¿Dónde hay un kiosco? Ah. Dame un encendedor y unos chicles para el pibe, dice en voz alta. El encendedor es rosa y se lo queda mirando por un instante mientras buscaba monedas en el bolsillo de su saco, pero no pide otro. Se prende un negro. Chau.
Emboca la llave en el primer intento y mira para los costados con una media sonrisa. Abre la puerta con ímpetu renovado, pero cuando se cierra, el atardecer amarillento en su rostro es preámbulo de la oscuridad del hall del edificio, y vuelve a mirar sus pies. Una hojeada al espejo. Una es suficiente.
La casa huele a humedad y encierro. Las dos únicas ventanas hace tiempo que están cerradas, aunque recién cuando se rompió la correa de la persiana sintió necesidad de luz natural.¿Dónde se metió el pendejo este?
Va al cuarto, se saca los zapatos y se sienta en la cama. Encerrada en el cajón de la mesita de luz está la única foto que queda de Saratina. Ella, sentada en la copa de un cerezo, con un jean gastado y una remera y el pelo color sepia, sonriendo con Luca en brazos y sus dientes, que son lo único blanco que queda en esa imagen.
Va al baño. La camisa abierta. La panza liberada choca con la pileta mientras, con el último resto de ternura se quita el peluquín, lo limpia, le observa las casi inexistentes imperfecciones que sólo encuentran los que guardan su dignidad en un objeto y lo ubica en su lugar. Sixto se mira casi de casualidad en el espejo. Una mirada es suficiente.
Abre la canilla y se lava la cara obsesivamente. Todos los días lo mismo. Cada vez que vuelve, la foto de Saratina parece brillar con más fuerza. ¿culpa de qué?¡Por dios, hace cinco años que estás muerta! La saliva de Sámara sigue siendo espesa y abre la ducha.


Sámara Deseo muere en la hierba con los pies mojados; la colilla de los dedos aspirados es ceniza; Delirio dobla las piernas suda veneno quema los huesos; Sámara Deseo sola en la hierba; Delirio solo en la noche.


Sixto cierra el agua fría y se queda un rato bajo el agua hirviendo de la ducha. Los senos de Sámara, desproporcionadas por el recuerdo, aparecen y desaparecen cada vez que una gota de la ducha toca y salta de su cuerpo. Aparecen otra vez los fierros, el movimiento, los pies pequeños, las tetas gigantes, todo empañado por el agua de la ducha. Sixto recuerda los movimientos de Sámara, su contorno bajo su lengua, sus gemidos. Saratina se cuela de golpe en los recuerdos, su sonrisa en el cuerpo de Sámara. Sixto imagina una Sámara-Saratina, como una diosa griega, parada desnuda en una roca que sobresale de la hierba, mirando al horizonte y él, que la contempla arrodillado. Y explota cuando los ojos de Saratina se clavan en él. Respira con fuerza. Se calma. Perdón.
Cierra la ducha y Saratina-Culpa lo invade de nuevo. Busca un cigarrillo en la cocina. No me deja en paz. Sentado en la mesa de la cocina ve una sombra en el living. Al fin llegó el pendejo este. Se levanta apresurado, pero antes, busca algo con que pegarle. Se decide por una sartén que tiene el fondo quemado. En el living la sombra no está. No hay nadie. Parece ser que nunca haya habido nadie. Una brisa le hiela la nuca, se da vuelta y ve a la sombra dividirse en dos y entrar, una al cuarto, la otra al baño. Deja la sartén en el suelo, abre la puerta y descubre a la Muerte desnuda en la bañadera. Sixto, de frente a la bañadera y de espaldas a la puerta. La Soledad salió del cuarto y se puso detrás de él para hacerle masajes en el cuello.
El cigarrillo se consumió sólo y Sixto paseó de la mano de Saratina por un campo de cerezos.

jueves, 1 de octubre de 2009

(Viene de http://agusclemente.blogspot.com/)

- Ajá… si. ¿Algo más?
- Si bueno, ahí me despierto, con la gota caliente.
- Ok. Bueno. Entonces, usted quiere congoja.
- Si…. Eso creo. Lo que pasa que yo me despierto con una sensación…
- Si, si, está bien, no hace falta aclarar. Dígame Sánchez ¿Es soltero?
- No, separado. Pero que tiene…
- Le tengo que hacer la ficha Sánchez. Por favor dígnese contestar.
- ¿Hijos tiene?
- Si, dos. Una parejita.
- ¿Ocupación?
- Martillero público
- ¿Remuneración?
- Bueno, me parece que no viene al caso…
- ¿Cuál es su problema, Sánchez? Usted viene acá, con ese sueño que le hace sentir una sensación que ni siquiera usted es capaz de explicar… ¿¡Quién es el director!? ¡Tengo que saber cuanto gana para conocer de qué armas dispongo!
- Está bien hombre, no se enoje… 2.500 pesos.
- Está bien. ¿Sus padres viven? Y disculpe, tuve un día complicado. Una mujer vino con que quería felicidad… no se imagina todo lo que tuve que trabajar. En fin, ¿Estado de sus padres?
- Ambos murieron.
- ¿Le gusta su trabajo?
- ….
- Su trabajo ¿Le gusta?
- Y… si… que se yo… es un trabajo.
- Ok. Indefinido.
- Descríbame a sus hijos en pocas palabras.
- Bueno, el mayor se llama Juan, tiene 13 y la otra es Florencia, de 9.
- …
- Eh… a Juan le gusta el fútbol… es hincha de Ferro, como su abuelo... A Florencia…
- Está bien, está bien, deje nomás. Ya estamos listos. Véngase en una semana exacta, a la misma hora y comenzamos. Congoja me dijo, ¿verdad?
- Si, si. Congoja.

Rímini se enderezó y con un empujón acercó la silla al escritorio de madera, mirándolo por primera vez. ¿Cómo la quiere?, preguntó. El rostro de Sánchez, redondo y rosado, se expandió, abriendo los ojos, levantando las cejas. Hablamos de profundidad, respondió el director a ese gesto impávido de Sánchez. ¿Hasta dónde quiere llegar? ¿Una sensación más superficial, o una verdadera congoja?Hasta el llanto-, respondió Sánchez.
Sánchez se levantó de la silla de un salto y sacudió la mano del director. El traje verde oliva que llevaba, gastado por el uso y con una mancha roja en la solapa, podría usarse, pensó Rímini. Pero ya veremos mañana.

Los dedos esquivan la lamparita de luz, rastreando el sonido, cada vez más agudo y fuerte. La luz se filtra por alguna hendidura del cuarto, y esos dedos, que tambalean dormidos aún, divisan el despertador. El hombro se aplana, el brazo se tensa y los dedos se alargan, llegando a rozar con la yema del mayor la pantalla que marca las 7:30 AM. El brazo se contrae en un solo movimiento y se queda entre la cama y el pecho, acompañando el suspiro de fastidio. Luego de unos segundos, el cuerpo, aún con su sombra en el reino de Morfeo, se mueve de prisa y la mano, que antes y con delicadeza acariciaba la pantalla del despertador, ahora se vuelve un instrumento de venganza.
La luz invade el cuarto, golpea los ojos y se aleja: el instinto le hace cerrarlos en busca de la conocida oscuridad. La luz lo lastima al principio y los ojos permanecen cerrados más tiempo que de costumbre. Lo desconocido siempre lo hizo sentir incómodo.
Negro, espeso. El café estaba más fuerte de lo normal. Se quedaba en la garganta, empujando por salir, pero igual lo tomó sin inmutarse. Comió lo que quedaba de una factura de ayer y s sentó en el living, frente al televisor, mirando su imagen que se formaba por el choque del sol en la pantalla negra del televisor.
Rímini, director de sensaciones olvidadas. Tel. 4958-4354. Nunca le gustó esa tarjeta. “Sensaciones olvidadas”… ¡Si nadie nunca sintió algo! Rímini sacudió la cabeza y tomó un sorbo de esa pasta negra, espesa. Miró su imagen en el televisor y se dispuso a crear la escena para Sánchez…

Sigue mí amigo personal Juan Manuel Fontán en http://lopiensodemas.blogspot.com/

miércoles, 16 de septiembre de 2009

DOMINGO EN FAMILIA

Era uno de esos días en que parece que se viene el mundo abajo. Las nubes tapaban el cielo como un parche gigante, amenazando con llover. Un domingo más, otra reunión familiar. Mis hermanos y yo íbamos a las once de la mañana a la casa de mi abuela, que ahora usa mi hermana mayor, con abuela incluida. La comida era siempre la misma, fideos con tuco. No importaba que hiciera calor, ni frío, ni si subía el precio, ni si bajaba. Ni siquiera si Italia desaparecía del mapa. Llegué pasadas las once. Aunque estaba listo hacía rato para poder llegar en punto, hace años que aparezco a las 11:20, y no nos gustan los cambios. Me esperaban mi hermana y mi madre, que corrían para todos lados, gritaban, daban órdenes, como si el almuerzo, después de tanto tiempo de hacer lo mismo, no se lo hubieran aprendido de memoria. Me senté en el lugar de siempre, junto a mi hermano menor, que todavía vive con mi madre. Enfrente mío estaba mi hermana mayor, y al lado suyo mi vieja, (aunque en realidad nunca se sentaba, porque andaba trayendo cosas de aquí para allá).
En una de las cabeceras, como siempre, mi padre, que si no fuera porque cada tanto pide la sal, creería que también está muerto. Finalmente en la otra cabecera se sienta mi abuela. Todos los domingos se realiza el ritual de ayudarla a sentarse. Y siempre es mi hermano menor el que la ayuda. Él la quiere mucho y como no nos gustan los cambios, se adueñó de esa tarea. Mamá trajo los fideos en la fuente de siempre, los sirvió en la vajilla de siempre, en el mismo orden de siempre, mi abuela, mi viejo, mi hermana, yo y mi hermano. Empezamos a comer. El gusto de los fideos trata débilmente de contrarrestar el olor a muerte que inunda la casa y que impregna la boca. La miro a mi abuela y le sonrío. Ella me devuelve esa cálida sonrisa cadavérica. Hace dos años que no habla, ni come los fideos, ni toma el vino blanco que mamá le compra.
El ruido de la lluvia, convertida en diluvio, silencia los choques de cubiertos y comemos sin sonido, sin escucharnos y sin levantar la vista del plato. Lo único que se siente es el hedor que emana de mi abuela, pero supongo que en algún momento, también a eso nos vamos a acostumbrar.