sábado, 26 de julio de 2008

(SIN TITULO)

razón
razón de saber
razón de nacer
pero yo quiero mas
que unicornios encerrados
en latas de sardinas
métrica infernal
de las hadas muertas por cristianos

yo sé
yo sé que soy
yo sé que soy más
de lo que siempre apostaron
que iba a llegar
a degollar gatos para el rey
pero nunca pasé
de arrancarles los ojos
con los dientes

y yo
yo ahora estoy yo
conmigo mismo
rodeado de tumbas
que me atan las manos
si me desato
beberé la sangre
de mis venas cansadas.

jueves, 10 de julio de 2008

LOS VIAJEROS CIRCULARES

Uno nunca sabe en donde se encuentra hasta que sale de allí, me dijo mi abuela, casi como tratando de revelar algo que no le estaba permitido. Mi abuela vivía con mi madre, y esta conmigo, en la misma casa, que había pertenecido a la abuela de mi abuela. Luego pasó a su madre, luego a ella, y junto con su hija vivíamos desde siempre. Era una casa común, con ventanas y cuartos, y cuartos con ventanas. Había puertas con marcos, marcos en las puertas, sillas con una mesa, y una silla, y una mesa, sin mesa, ni sillas. Recuerdo que la casa estaba en el medio de la manzana. Una manzana singular, ya que era redonda, y de frente, desembocaban cinco esquinas, por lo que una persona, sin importar la dirección en que caminara, terminaba, indefectiblemente, pasando por mi casa.
Mi abuela se divertía con aquella disposición geográfica de la casa. Todo viajero perdido hablaba con mi abuela, sentada en una silla al frente, para preguntar donde estaban, como llegar, y hasta quienes eran. La diversión de mi abuela consistía en revelarles a los viajeros perdidos un camino, quienes sin importar donde fuesen, terminaban nuevamente frente a mi casa. Mi abuela, entonces, me hacía tomarles el tiempo, y apostábamos al más rápido. Se pasaba así el día, entre viajeros perdidos y chocolatadas después del colegio.
Algún día de tantos días que sucedían invisibles ante los ojos nuestros, desperté distinto o desperté al fin para ver un día. Hablé con la madre de mi madre que era mi abuela, pero le gustaba que le diga madre, sobre el altillo de nuestra casa. Me dijo que en el centro había un baúl como centro del altillo, pero no lo debía abrir jamás, ni menos subir al altillo, que quedaba en la mitad del medio del centro del living. Yo le hice caso olvidándome del asunto, aunque cada vez estoy mas seguro que el asunto se olvidó de venir a recordarme que era lo que había inflado mi intriga como un globo de lo que, una vez, como agradecimiento por indicarle el camino correcto, un viajero me regaló; aunque al cabo de un rato retornó el viajero al exacto punto en donde me encontraba, sacándome el globo, y con él, la intriga por aquel altillo.
Una vez, uno de estos viajeros perdidos preguntó por una dirección. Mi abuela le indicó: siga por la misma dos cuadras, ahí, dobla a la derecha tres cuadras más, y luego a la izquierda. El viajero agradeció, y mi abuela reía y junto con ella, yo tomaba chocolatada, escuchando su pícara risa. Mi abuela reía, pero pronto dormía y yo, terminaba mi chocolatada y el hombre no aparecía. Y nunca apareció. Desde esa tarde, algo cambió. La imagen del altillo y el baúl me hicieron prisionero y no pasaba un día en que no me olvide de alimentar la intriga. Mi abuela ya casi no salía a dar indicaciones, la depresión por aquel viajero que pudo sortear el laberinto de calles la terminó de agotar. Y una tarde cerró los ojos. Yo corrí al altillo y encontré el baúl en la mitad del medio del altillo. Al abrirlo, la luz de la calle cegó mis pupilas por un momento. Estaba en el frente de la casa y mi abuela indicaba una dirección a un viajero. Me senté a su lado, dándole sorbitos a la chocolatada. Uno nunca sabe en donde se encuentra hasta que sale de allí, me dijo mi abuela.

sábado, 5 de julio de 2008

LA FILARMONICA


La caja estuvo unas quince horas frente a su puerta hasta que la vio. Leyó la tarjeta y aunque las palabras estaban corridas por la lluvia, pudo leer con claridad el nombre de su madre. Ella había venido de visita hacía una semana y se había quejado del angustioso silencio en el que vivía su hijo, producto de su inalterable y preocupante soledad.
Con ayuda de una palanca de hierro pudo abrir la caja de madera, que triplicaba en ancho y en alto a un hombre común, descubriendo una filarmónica de treinta y cinco músicos y un coro de quince personas. Llamó a su madre para recriminarle que no tenía espacio ni tiempo como para mantener a una filarmónica tan numerosa, aunque le agradeció el gesto, porque seguramente le debió haber salido muy caro y con sutileza le preguntó porque mejor no le compró un grupo de violinistas. Sin embargo, ante un quiebre en la voz de ella, imperceteptible para cualquier, menos para él, le agradeció el regalo y le dijo que en realidad, cuantos más músicos hubiera, mejor.
Hizo pasar a la filarmónica y los ubicó en uno de los cuartos vacíos más alejado de su casa de tres habitaciones. A partir de ese momento, el cuarto mas grande era su habitación, el mas pequeño, su estudio, y en el mediano, había una filarmónica de cincuenta músicos, que ni bien se instaló comenzó a tocar la Rapsodia Húngara de Liszt.
Al principio, aunque una parte suya se amedrentó al ver tanta cantidad de músicos, él estaba encantado. La filarmónica representaba con una perfección asombrosa piezas que iban desde Wagner hasta Beethoven, pasando por Strauss, Grieg y hasta Elgar y Piazzola. La música se volvió parte de su vida, y aquellos músicos parecían leer su alma, ya que cuando se sentía contento y eufórico, la orquesta interpretaba el Himno a la Alegría, o cuando estaba deprimido, se escuchaba Claro de Luna. Hasta en lo momentos de relax, cuando llegaba de su trabajo y se dejaba caer en el sillón verde de living, hundiéndose hasta casi tocar el piso con los muslos, los acordes de Meditación de Thais bailaban en las virtuosas manos de los violinistas. Y también cuando hacía el amor con alguna prostituta rumana, él y la filarmónica llegaban al clímax de la Bodas de Fígaro, fundiéndose en un sentir de euforia y satisfacción con la música de Mozart.
A pesar de que la filarmónica no requería demasiada atención, solo necesitaban comer, dormir, (lo hacían por turnos en aquel cuarto para no dejar de tocar en ningún momento), y de vez en cuando cambiar alguna cuerda o vaciar de saliva algún instrumento de viento, (algo que debía hacerse rápidamente ya que el músico que requería dicho arreglo se ponía a patalear y a chillar rompiendo con la armonía de las obras que interpretaban), a pesar de esto, él empezó a cansarse de la música. Sobre todo cuando la música comenzó a dominar sus emociones. Siempre que la filarmónica representaba Meditación de Thais, él no podía sentir otra cosa que tristeza, o el Himno a la Alegría lo ponía automáticamente feliz, sin motivo para estarlo. Y sentía una erección instantánea en el momento en que la orquesta entonaba Las Bodas de Fígaro.
Luego de tres meses de vivir constantemente con música, algo que no sólo modificaba sus emociones, sino que le impedía hacer otro tipo de cosas, como ver televisión, concentrarse para leer un libro, y demás cuestiones de la vida cotidiana, decidió deshacerse de la orquesta. No pudiendo vender la filarmónica entera, decidió venderla por partes. Del coro se desvinculó rápidamente, donándolo a un orfanato de estatuas bastardas de marfil. Un grupo empresario que tenía como hobby la práctica y representación de entradas pomposas compró la sección de percusión y una buena parte de la sección vientos. Los dos trompetistas que quedaban, junto al músico que interpretaba el oboe, los regaló a la vieja del barrio, para que le hagan compañía mientras confeccionaba los soldaditos de aluminio que vendía en las plazas.
Por ultimo quedaban los violinistas y los celistas. Sabía que eran los mas difíciles de vender ya que un pack de cuatro violinistas, por ejemplo, salen mas caros que toda una sección de viento. Y por si fuera poco, nadie se atrevía a comprar un violinista solo ya que su sonido era considerado como uno de los mas tristes del planeta, y nadie, en esta época, quería mas motivos para deprimirse.
Decidió, entonces, venderlos por Internet, ofreciendo una total cobertura por parte del vendedor de los gastos de envío, si la persona que los solicitaba, residiera en otro país o provincia. Luego de un mes, los nueve celistas que le quedaban los vendió a un holandés errante por una suma mucho menor a la que realmente valían. Y cinco de los violinistas, todos hombres, los transfirió, también por un precio menor al real, a un estudio de Hollywood, especialista en películas melodramáticas ambientadas en la segunda guerra mundial.
Su casa ya volvía a ser la de antes. Por momentos, aquel codiciado silencio asomaba tímidamente por las noches. Sólo quedaban tres violinistas. Dos mujeres y un hombre, que por más que bajaba su precio, no conseguía vender.
Convencido de que no iba a ganar dinero con estos tres, los metió en el coche y los llevó al centro, a la casa de su madre, para devolvérselos. Su madre, que al verlo con los músicos, rompió varios platos y hasta la tetera que su hermana le había traído de sus viajes por la India, finalmente aceptó quedárselos. Aunque se los dejó a Bach, el perro que, después de todo, era el único de los tres que tenía oído musical.