miércoles, 16 de septiembre de 2009

DOMINGO EN FAMILIA

Era uno de esos días en que parece que se viene el mundo abajo. Las nubes tapaban el cielo como un parche gigante, amenazando con llover. Un domingo más, otra reunión familiar. Mis hermanos y yo íbamos a las once de la mañana a la casa de mi abuela, que ahora usa mi hermana mayor, con abuela incluida. La comida era siempre la misma, fideos con tuco. No importaba que hiciera calor, ni frío, ni si subía el precio, ni si bajaba. Ni siquiera si Italia desaparecía del mapa. Llegué pasadas las once. Aunque estaba listo hacía rato para poder llegar en punto, hace años que aparezco a las 11:20, y no nos gustan los cambios. Me esperaban mi hermana y mi madre, que corrían para todos lados, gritaban, daban órdenes, como si el almuerzo, después de tanto tiempo de hacer lo mismo, no se lo hubieran aprendido de memoria. Me senté en el lugar de siempre, junto a mi hermano menor, que todavía vive con mi madre. Enfrente mío estaba mi hermana mayor, y al lado suyo mi vieja, (aunque en realidad nunca se sentaba, porque andaba trayendo cosas de aquí para allá).
En una de las cabeceras, como siempre, mi padre, que si no fuera porque cada tanto pide la sal, creería que también está muerto. Finalmente en la otra cabecera se sienta mi abuela. Todos los domingos se realiza el ritual de ayudarla a sentarse. Y siempre es mi hermano menor el que la ayuda. Él la quiere mucho y como no nos gustan los cambios, se adueñó de esa tarea. Mamá trajo los fideos en la fuente de siempre, los sirvió en la vajilla de siempre, en el mismo orden de siempre, mi abuela, mi viejo, mi hermana, yo y mi hermano. Empezamos a comer. El gusto de los fideos trata débilmente de contrarrestar el olor a muerte que inunda la casa y que impregna la boca. La miro a mi abuela y le sonrío. Ella me devuelve esa cálida sonrisa cadavérica. Hace dos años que no habla, ni come los fideos, ni toma el vino blanco que mamá le compra.
El ruido de la lluvia, convertida en diluvio, silencia los choques de cubiertos y comemos sin sonido, sin escucharnos y sin levantar la vista del plato. Lo único que se siente es el hedor que emana de mi abuela, pero supongo que en algún momento, también a eso nos vamos a acostumbrar.

1 comentario:

"eL teRcO" dijo...

escalofriante..

me gustan los cuentos cortos...

te mando un abrazo