lunes, 25 de mayo de 2009

CAÍDA LIBRE

Sintió, por unos segundos, una suave brisa que inundaba su cara, acariciando sus cabellos. La sintió luego en todo su cuerpo, como una leve presión que frenaba su impulso.
El movimiento era mínimo al principio, pero a medida que avanzaba más en esa oscuridad, que le daba una sensación onírica de vacío, sobre todo vacío, sentía que el colchón de viento, generoso con su cuerpo, se transformaba velozmente en un pequeño huracán, tornándose cada vez más imprevisible y violento. Y él, con sus ojos cerrados entre los sueños y el borde de la cama, caía de una forma en que su sien trazaba un perfecto camino en línea recta con el borde de la mesita de luz, que afilaba su punta, relamiéndose en la sangre futura.
En el trayecto, divisó una taza de café, que era a su vez un punto negro, y que era la mancha de un leopardo, que lo miraba fijo desde el borde de la cama. Miraba como él caía, embebido en sueños sobre leopardos color sepia que lo miraban mientras él, dormido, divagaba acerca de un felino que contaba los segundos, minutos, horas, en que la sien se encontraría con la punta de la mesita de luz y tal vez, luego de saciar sus deseos de negra sangre, ambos, punta y sien, sintiesen algún atardecer tomados de la mano.
Mientras el leopardo proyectaba romances entre muebles y frentes, y el huracán seguía envolviéndolo con sus tentáculos invisibles al tiempo que caía de la cama, él escuchó (y esa brisa estaba seguro que la había sentido en alguna parte), la voz de un hombre, quebrada y aguda. Notó su gruesa barba blanca, su capucha gris. Vio al hombre, arqueado por las noches y acróbata cuando brilla el sol de un reflector. La voz le contaba un cuento sobre un hombre que, dormido, cae de la cama y se golpea la frente con la punta de la mesita de luz. Pero cuando estaba llegando al desenlace, recordó el viento, que limpiaba su cara de ojos cerrados en el vacío del aire, ya sin la seguridad de ese pie que se negaba a dejar la cama. Y se imaginó a si mismo, volando por encima de los trenes. Pensó en pájaros con las cabezas de sus novias pasadas, que buscaban desesperadamente una ventana, pero todas estaban cerradas. Y luego los vió a todos, los trenes, las aves con cabeza de mujer, el leopardo, el hombre de barba blanca y hasta a su yo volador, que lo miraban desde los siete rincones del cuarto.
Y un ruido. Sangre. Pequeño espasmo. Ojos abiertos, desorientados. Una mano que acaricia su sien mojándose, volviéndose roja. Luz. Una curita insuficiente. Dos curitas cruzadas. Seis y media. Café con tostadas. Un placard abierto. Corbata, saco, camisa, pantalón. Y un leopardo que lo mira desde el borde de la cama.