domingo, 16 de mayo de 2010

El Jardín

El viejo está todo vestido de blanco, porque hace calor; pero sus ropas están gastadas y bastante sucias. Por otra parte, aunque estuvieran nuevas y planchadas, igualmente le colgarían de los huesos, como le cuelga la piel gris y amarilla de las mejillas y el cuello; incluso la nariz está contraída, signo de muerte, y los ojos vidriosos ya no tienen expresión. De hecho son las facciones de alrededor, y sus propios movimientos, los que dan expresión a sus ojos, y el viejo no puede mover los huesos de la cara, salvo la mandíbula, que a veces deja caer y no se acuerda después de levantarla.
La niña que está sentada a su lado chupa un caramelo en barra; es una niña rozagante, gordita, con los ojos profundamente inexpresivos, en su caso por las facciones alrededor de los ojos son demasiado gordas. El viento es placentero, a pesar del calor del sol; sobre sus cabezas pasan las nubes blancas como la espuma de jabón en el río. El viejo ha apoyado el brazo enjuto en el hombro de la niña, y con la mano le acaricia los pezones incipientes; la niña chupa el caramelo, verde como los lentes de un emperador. El hombre moribundo dirige la mirada hacia las piernas de su compañera, una mirada no vacía sino grave y blancuzca, saliente y casi separada del cuerpo; y poco a poco, con la otra mano, levanta la pollerita plisada. La niña mira la mano, sonríe distraída, siempre chupando; de pronto se levanta, da un salto, dice “me voy”, y se va corriendo, sin pensar en nada. El viejo permanece en la misma posición, la mano huesuda cuelga todavía del respaldo de la silla, los ojos ahora están fijos en un árbol, sin pensar en nada.


Juan Rodolfo Wilcock.
Cuento del libro El estereoscopio de los solitarios, (Lo stereoscopoi dei solitari, Adelphi Edizioni, Milán, 1972)