miércoles, 25 de junio de 2008

LOS OJOS SUICIDAS

Las palabras migran como las aves o mueren ahogadas en el olvido. Aunque en el peor de los casos, son acuchilladas por los poderosos de turno. Este último fue el final, en mayor o menor medida, de palabras como “imaginación”, “desaparecer”, “duranar”, “curar” y, no se sabe bien porqué, “jaguar”.
El verbo “duranar” en particular, tuvo una de las muertes más notorias y más rápidas. Adjetivos como “duranado” o “duranante” fueron prohibidos por el gobierno de turno a la semana de haber tomado el poder, y pronto la atemorizada población olvidó su significado. Fue por esta razón que me sorprendió cuando, en un café frente a la estación de trenes de Belgrano, escuché el vocablo venir desde el fondo, dos mesas más allá. Me di vuelta, ya que le daba la espalda a la mesa en cuestión, y descubrí a seis personas sospechosas de haber pronunciado tan riesgosa palabra. Comencé a investigarlos mentalmente. Al verlos, mi primera impresión fue que la palabra la había oído yo solo, ya que los seis continuaban en sus propios mundos ajenos al mundo común de todos. Sin embargo, cuando comencé a observar en mayor detalle, descubrí que esto no era tan así. Por un lado estaba la mesera, pero enseguida la descarté porque sus ojos mostraban el mismo asombro que los míos. Además, el hecho de que la palabra en cuestión haya sido empleada con un perfecto manejo del idioma castellano, terminó de confirmarme que aquella joven mesera, jamás pudo pronunciar aquel verbo ya que se requería cierto nivel léxico para hacerlo correctamente. La palabra, antes de ser prohibida, no la empleaba casi nadie; tomó fama a partir de la prohibición del gobierno. Este mismo prejuicio contra el nivel cultural de los jóvenes, provocó que descarte a la inocente pareja que ocupaba la última mesa, pegada a la pared. Además de que no pasaban los veinticinco años, me dieron una sensación de amor como hacía tiempo no sentía. Ella apoyando su cabeza en el hombro de él, mientras él la abrazaba desenredándole y peinándole los cabellos rubios. Seguramente estaban tan embebidos el uno del otro que no escucharon la transgresión.
En la mesa que estaba enfrente de la pareja, la más cercana a mi, se hallaban dos viejos, con seguridad amigos eternos que hasta antes del suceso, charlaban animadamente sobre los cambios que debía hacer el equipo de Excursionistas para hacer un buen campeonato. Luego de escuchar esa palabra, que no era más que un intento de suicidio, ambos se encerraron en un mutismo nervioso. Sus manos, que por el miedo y la edad temblaban como si tuvieran pequeños terremotos en las venas, les impedía, (sobre todo al viejo de bigote), seguir tomando su cortado. Me hubiera gustado que alguien los tranquilizara, que les diga que no se preocupen, que nadie sospecharía de ellos. Pero no, la gente estaba demasiado atemorizada para jugarse por otro. Al cabo de unos minutos, los viejos pagaron como pudieron y se fueron rápidamente.
Sólo quedaba una persona que podría haber tomado aquel riesgo. Una mujer rubia, teñida por supuesto, de unos treinta años, con un estilo barroco en la elección de sus accesorios. Más preocupada en avanzar en su jueguito del celular que en tomar el agua mineral que pidió. Mi prejuicio nuevamente obligó a que la descarte. Era una mujer demasiado plástica como para conocer aquella palabra. Seguramente estaría esperando a su esposo, algún empresario millonario, y se irían para su casa en un country, o estaría volviendo de algún gimnasio para detener el inevitable paso del tiempo. De cualquier forma, no dejé de sentir un poco de pena por ella.
Volví a mi café, olvidándome de los sospechosos. Luego de observarlos en detalle llegué a la conclusión de que el error fue mío. Seguramente debí haber escuchado mal. Además, cuando dejé de observarlos me percaté que los estuve mirando demasiado tiempo y me dio un poco de vergüenza.
Casi cuando me estaba yendo, escuché nítidamente y con voz de mujer la palabra de nuevo. Mis ojos se abrieron sorprendidos y me di la vuelta rápidamente. Comencé observando a la chica de la pareja, que ahora estaban sentados de frente, incómodos, mirando al piso. Pero seguían irradiando amor, y yo estaba seguro que eran inocentes. Fue entonces cuando miré a la mujer plástica, que se había sacado los anteojos de sol, revelando los ojos suicidas mas tristes que yo haya visto jamás. Nos quedamos mirándonos unos segundos, hasta que finalmente me levanté, la tomé de los pelos y la tiré boca abajo contra el piso del café. Entre gritos y llantos logré esposarla y vendarle los ojos, mientras un camión oficial frenaba en la puerta del bar para llevársela.

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