Sixto arrastra los pies sin levantar la vista de la vereda. El amanecer se refleja en su rostro, volviéndolo amarillento. Parecía enfermo. ¿dónde estás Saratina?. Encendedor de mierda ¿Dónde hay un kiosco? Ah. Dame un encendedor y unos chicles para el pibe, dice en voz alta. El encendedor es rosa y se lo queda mirando por un instante mientras buscaba monedas en el bolsillo de su saco, pero no pide otro. Se prende un negro. Chau.
Emboca la llave en el primer intento y mira para los costados con una media sonrisa. Abre la puerta con ímpetu renovado, pero cuando se cierra, el atardecer amarillento en su rostro es preámbulo de la oscuridad del hall del edificio, y vuelve a mirar sus pies. Una hojeada al espejo. Una es suficiente.
La casa huele a humedad y encierro. Las dos únicas ventanas hace tiempo que están cerradas, aunque recién cuando se rompió la correa de la persiana sintió necesidad de luz natural.¿Dónde se metió el pendejo este?
Va al cuarto, se saca los zapatos y se sienta en la cama. Encerrada en el cajón de la mesita de luz está la única foto que queda de Saratina. Ella, sentada en la copa de un cerezo, con un jean gastado y una remera y el pelo color sepia, sonriendo con Luca en brazos y sus dientes, que son lo único blanco que queda en esa imagen.
Va al baño. La camisa abierta. La panza liberada choca con la pileta mientras, con el último resto de ternura se quita el peluquín, lo limpia, le observa las casi inexistentes imperfecciones que sólo encuentran los que guardan su dignidad en un objeto y lo ubica en su lugar. Sixto se mira casi de casualidad en el espejo. Una mirada es suficiente.
Abre la canilla y se lava la cara obsesivamente. Todos los días lo mismo. Cada vez que vuelve, la foto de Saratina parece brillar con más fuerza. ¿culpa de qué?¡Por dios, hace cinco años que estás muerta! La saliva de Sámara sigue siendo espesa y abre la ducha.
Sámara Deseo muere en la hierba con los pies mojados; la colilla de los dedos aspirados es ceniza; Delirio dobla las piernas suda veneno quema los huesos; Sámara Deseo sola en la hierba; Delirio solo en la noche.
Sixto cierra el agua fría y se queda un rato bajo el agua hirviendo de la ducha. Los senos de Sámara, desproporcionadas por el recuerdo, aparecen y desaparecen cada vez que una gota de la ducha toca y salta de su cuerpo. Aparecen otra vez los fierros, el movimiento, los pies pequeños, las tetas gigantes, todo empañado por el agua de la ducha. Sixto recuerda los movimientos de Sámara, su contorno bajo su lengua, sus gemidos. Saratina se cuela de golpe en los recuerdos, su sonrisa en el cuerpo de Sámara. Sixto imagina una Sámara-Saratina, como una diosa griega, parada desnuda en una roca que sobresale de la hierba, mirando al horizonte y él, que la contempla arrodillado. Y explota cuando los ojos de Saratina se clavan en él. Respira con fuerza. Se calma. Perdón.
Cierra la ducha y Saratina-Culpa lo invade de nuevo. Busca un cigarrillo en la cocina. No me deja en paz. Sentado en la mesa de la cocina ve una sombra en el living. Al fin llegó el pendejo este. Se levanta apresurado, pero antes, busca algo con que pegarle. Se decide por una sartén que tiene el fondo quemado. En el living la sombra no está. No hay nadie. Parece ser que nunca haya habido nadie. Una brisa le hiela la nuca, se da vuelta y ve a la sombra dividirse en dos y entrar, una al cuarto, la otra al baño. Deja la sartén en el suelo, abre la puerta y descubre a la Muerte desnuda en la bañadera. Sixto, de frente a la bañadera y de espaldas a la puerta. La Soledad salió del cuarto y se puso detrás de él para hacerle masajes en el cuello.
El cigarrillo se consumió sólo y Sixto paseó de la mano de Saratina por un campo de cerezos.
martes, 29 de diciembre de 2009
jueves, 1 de octubre de 2009
(Viene de http://agusclemente.blogspot.com/)
- Ajá… si. ¿Algo más?
- Si bueno, ahí me despierto, con la gota caliente.
- Ok. Bueno. Entonces, usted quiere congoja.
- Si…. Eso creo. Lo que pasa que yo me despierto con una sensación…
- Si, si, está bien, no hace falta aclarar. Dígame Sánchez ¿Es soltero?
- No, separado. Pero que tiene…
- Le tengo que hacer la ficha Sánchez. Por favor dígnese contestar.
- ¿Hijos tiene?
- Si, dos. Una parejita.
- ¿Ocupación?
- Martillero público
- ¿Remuneración?
- Bueno, me parece que no viene al caso…
- ¿Cuál es su problema, Sánchez? Usted viene acá, con ese sueño que le hace sentir una sensación que ni siquiera usted es capaz de explicar… ¿¡Quién es el director!? ¡Tengo que saber cuanto gana para conocer de qué armas dispongo!
- Está bien hombre, no se enoje… 2.500 pesos.
- Está bien. ¿Sus padres viven? Y disculpe, tuve un día complicado. Una mujer vino con que quería felicidad… no se imagina todo lo que tuve que trabajar. En fin, ¿Estado de sus padres?
- Ambos murieron.
- ¿Le gusta su trabajo?
- ….
- Su trabajo ¿Le gusta?
- Y… si… que se yo… es un trabajo.
- Ok. Indefinido.
- Descríbame a sus hijos en pocas palabras.
- Bueno, el mayor se llama Juan, tiene 13 y la otra es Florencia, de 9.
- …
- Eh… a Juan le gusta el fútbol… es hincha de Ferro, como su abuelo... A Florencia…
- Está bien, está bien, deje nomás. Ya estamos listos. Véngase en una semana exacta, a la misma hora y comenzamos. Congoja me dijo, ¿verdad?
- Si, si. Congoja.
Rímini se enderezó y con un empujón acercó la silla al escritorio de madera, mirándolo por primera vez. ¿Cómo la quiere?, preguntó. El rostro de Sánchez, redondo y rosado, se expandió, abriendo los ojos, levantando las cejas. Hablamos de profundidad, respondió el director a ese gesto impávido de Sánchez. ¿Hasta dónde quiere llegar? ¿Una sensación más superficial, o una verdadera congoja? –Hasta el llanto-, respondió Sánchez.
Sánchez se levantó de la silla de un salto y sacudió la mano del director. El traje verde oliva que llevaba, gastado por el uso y con una mancha roja en la solapa, podría usarse, pensó Rímini. Pero ya veremos mañana.
Los dedos esquivan la lamparita de luz, rastreando el sonido, cada vez más agudo y fuerte. La luz se filtra por alguna hendidura del cuarto, y esos dedos, que tambalean dormidos aún, divisan el despertador. El hombro se aplana, el brazo se tensa y los dedos se alargan, llegando a rozar con la yema del mayor la pantalla que marca las 7:30 AM. El brazo se contrae en un solo movimiento y se queda entre la cama y el pecho, acompañando el suspiro de fastidio. Luego de unos segundos, el cuerpo, aún con su sombra en el reino de Morfeo, se mueve de prisa y la mano, que antes y con delicadeza acariciaba la pantalla del despertador, ahora se vuelve un instrumento de venganza.
La luz invade el cuarto, golpea los ojos y se aleja: el instinto le hace cerrarlos en busca de la conocida oscuridad. La luz lo lastima al principio y los ojos permanecen cerrados más tiempo que de costumbre. Lo desconocido siempre lo hizo sentir incómodo.
Negro, espeso. El café estaba más fuerte de lo normal. Se quedaba en la garganta, empujando por salir, pero igual lo tomó sin inmutarse. Comió lo que quedaba de una factura de ayer y s sentó en el living, frente al televisor, mirando su imagen que se formaba por el choque del sol en la pantalla negra del televisor.
Rímini, director de sensaciones olvidadas. Tel. 4958-4354. Nunca le gustó esa tarjeta. “Sensaciones olvidadas”… ¡Si nadie nunca sintió algo! Rímini sacudió la cabeza y tomó un sorbo de esa pasta negra, espesa. Miró su imagen en el televisor y se dispuso a crear la escena para Sánchez…
Sigue mí amigo personal Juan Manuel Fontán en http://lopiensodemas.blogspot.com/
- Ajá… si. ¿Algo más?
- Si bueno, ahí me despierto, con la gota caliente.
- Ok. Bueno. Entonces, usted quiere congoja.
- Si…. Eso creo. Lo que pasa que yo me despierto con una sensación…
- Si, si, está bien, no hace falta aclarar. Dígame Sánchez ¿Es soltero?
- No, separado. Pero que tiene…
- Le tengo que hacer la ficha Sánchez. Por favor dígnese contestar.
- ¿Hijos tiene?
- Si, dos. Una parejita.
- ¿Ocupación?
- Martillero público
- ¿Remuneración?
- Bueno, me parece que no viene al caso…
- ¿Cuál es su problema, Sánchez? Usted viene acá, con ese sueño que le hace sentir una sensación que ni siquiera usted es capaz de explicar… ¿¡Quién es el director!? ¡Tengo que saber cuanto gana para conocer de qué armas dispongo!
- Está bien hombre, no se enoje… 2.500 pesos.
- Está bien. ¿Sus padres viven? Y disculpe, tuve un día complicado. Una mujer vino con que quería felicidad… no se imagina todo lo que tuve que trabajar. En fin, ¿Estado de sus padres?
- Ambos murieron.
- ¿Le gusta su trabajo?
- ….
- Su trabajo ¿Le gusta?
- Y… si… que se yo… es un trabajo.
- Ok. Indefinido.
- Descríbame a sus hijos en pocas palabras.
- Bueno, el mayor se llama Juan, tiene 13 y la otra es Florencia, de 9.
- …
- Eh… a Juan le gusta el fútbol… es hincha de Ferro, como su abuelo... A Florencia…
- Está bien, está bien, deje nomás. Ya estamos listos. Véngase en una semana exacta, a la misma hora y comenzamos. Congoja me dijo, ¿verdad?
- Si, si. Congoja.
Rímini se enderezó y con un empujón acercó la silla al escritorio de madera, mirándolo por primera vez. ¿Cómo la quiere?, preguntó. El rostro de Sánchez, redondo y rosado, se expandió, abriendo los ojos, levantando las cejas. Hablamos de profundidad, respondió el director a ese gesto impávido de Sánchez. ¿Hasta dónde quiere llegar? ¿Una sensación más superficial, o una verdadera congoja? –Hasta el llanto-, respondió Sánchez.
Sánchez se levantó de la silla de un salto y sacudió la mano del director. El traje verde oliva que llevaba, gastado por el uso y con una mancha roja en la solapa, podría usarse, pensó Rímini. Pero ya veremos mañana.
Los dedos esquivan la lamparita de luz, rastreando el sonido, cada vez más agudo y fuerte. La luz se filtra por alguna hendidura del cuarto, y esos dedos, que tambalean dormidos aún, divisan el despertador. El hombro se aplana, el brazo se tensa y los dedos se alargan, llegando a rozar con la yema del mayor la pantalla que marca las 7:30 AM. El brazo se contrae en un solo movimiento y se queda entre la cama y el pecho, acompañando el suspiro de fastidio. Luego de unos segundos, el cuerpo, aún con su sombra en el reino de Morfeo, se mueve de prisa y la mano, que antes y con delicadeza acariciaba la pantalla del despertador, ahora se vuelve un instrumento de venganza.
La luz invade el cuarto, golpea los ojos y se aleja: el instinto le hace cerrarlos en busca de la conocida oscuridad. La luz lo lastima al principio y los ojos permanecen cerrados más tiempo que de costumbre. Lo desconocido siempre lo hizo sentir incómodo.
Negro, espeso. El café estaba más fuerte de lo normal. Se quedaba en la garganta, empujando por salir, pero igual lo tomó sin inmutarse. Comió lo que quedaba de una factura de ayer y s sentó en el living, frente al televisor, mirando su imagen que se formaba por el choque del sol en la pantalla negra del televisor.
Rímini, director de sensaciones olvidadas. Tel. 4958-4354. Nunca le gustó esa tarjeta. “Sensaciones olvidadas”… ¡Si nadie nunca sintió algo! Rímini sacudió la cabeza y tomó un sorbo de esa pasta negra, espesa. Miró su imagen en el televisor y se dispuso a crear la escena para Sánchez…
Sigue mí amigo personal Juan Manuel Fontán en http://lopiensodemas.blogspot.com/
miércoles, 16 de septiembre de 2009
DOMINGO EN FAMILIA
Era uno de esos días en que parece que se viene el mundo abajo. Las nubes tapaban el cielo como un parche gigante, amenazando con llover. Un domingo más, otra reunión familiar. Mis hermanos y yo íbamos a las once de la mañana a la casa de mi abuela, que ahora usa mi hermana mayor, con abuela incluida. La comida era siempre la misma, fideos con tuco. No importaba que hiciera calor, ni frío, ni si subía el precio, ni si bajaba. Ni siquiera si Italia desaparecía del mapa. Llegué pasadas las once. Aunque estaba listo hacía rato para poder llegar en punto, hace años que aparezco a las 11:20, y no nos gustan los cambios. Me esperaban mi hermana y mi madre, que corrían para todos lados, gritaban, daban órdenes, como si el almuerzo, después de tanto tiempo de hacer lo mismo, no se lo hubieran aprendido de memoria. Me senté en el lugar de siempre, junto a mi hermano menor, que todavía vive con mi madre. Enfrente mío estaba mi hermana mayor, y al lado suyo mi vieja, (aunque en realidad nunca se sentaba, porque andaba trayendo cosas de aquí para allá).
En una de las cabeceras, como siempre, mi padre, que si no fuera porque cada tanto pide la sal, creería que también está muerto. Finalmente en la otra cabecera se sienta mi abuela. Todos los domingos se realiza el ritual de ayudarla a sentarse. Y siempre es mi hermano menor el que la ayuda. Él la quiere mucho y como no nos gustan los cambios, se adueñó de esa tarea. Mamá trajo los fideos en la fuente de siempre, los sirvió en la vajilla de siempre, en el mismo orden de siempre, mi abuela, mi viejo, mi hermana, yo y mi hermano. Empezamos a comer. El gusto de los fideos trata débilmente de contrarrestar el olor a muerte que inunda la casa y que impregna la boca. La miro a mi abuela y le sonrío. Ella me devuelve esa cálida sonrisa cadavérica. Hace dos años que no habla, ni come los fideos, ni toma el vino blanco que mamá le compra.
El ruido de la lluvia, convertida en diluvio, silencia los choques de cubiertos y comemos sin sonido, sin escucharnos y sin levantar la vista del plato. Lo único que se siente es el hedor que emana de mi abuela, pero supongo que en algún momento, también a eso nos vamos a acostumbrar.
En una de las cabeceras, como siempre, mi padre, que si no fuera porque cada tanto pide la sal, creería que también está muerto. Finalmente en la otra cabecera se sienta mi abuela. Todos los domingos se realiza el ritual de ayudarla a sentarse. Y siempre es mi hermano menor el que la ayuda. Él la quiere mucho y como no nos gustan los cambios, se adueñó de esa tarea. Mamá trajo los fideos en la fuente de siempre, los sirvió en la vajilla de siempre, en el mismo orden de siempre, mi abuela, mi viejo, mi hermana, yo y mi hermano. Empezamos a comer. El gusto de los fideos trata débilmente de contrarrestar el olor a muerte que inunda la casa y que impregna la boca. La miro a mi abuela y le sonrío. Ella me devuelve esa cálida sonrisa cadavérica. Hace dos años que no habla, ni come los fideos, ni toma el vino blanco que mamá le compra.
El ruido de la lluvia, convertida en diluvio, silencia los choques de cubiertos y comemos sin sonido, sin escucharnos y sin levantar la vista del plato. Lo único que se siente es el hedor que emana de mi abuela, pero supongo que en algún momento, también a eso nos vamos a acostumbrar.
martes, 18 de agosto de 2009
SERPIENTE
Las grietas bailan como
nido de serpiente.
Las paredes grises
mudan la piel / cae el agua
el rocío estalla
dentro de un anillo
La serpiente se arrastra
se derrumban las torres
del Valhala de cera / cae el agua
el fuego se ahoga
sobre otro anillo
Un nuevo kilómetro de círculos
verdes poemas, vuelven
con anillos más afilados / cae el agua
se escurre de los anillos
ahogando a los muertos
El rey serpiente mira
ojos rumiando la espera / crujen
los huesos de las casas
nido de serpiente.
Las paredes grises
mudan la piel / cae el agua
el rocío estalla
dentro de un anillo
La serpiente se arrastra
se derrumban las torres
del Valhala de cera / cae el agua
el fuego se ahoga
sobre otro anillo
Un nuevo kilómetro de círculos
verdes poemas, vuelven
con anillos más afilados / cae el agua
se escurre de los anillos
ahogando a los muertos
El rey serpiente mira
ojos rumiando la espera / crujen
los huesos de las casas
martes, 21 de julio de 2009
SALTANDO CÚPULAS Y TERRAZAS
Lucas se acomoda en el último asiento del colectivo. Está cansado. Salió de su trabajo más tarde que lo correspondiente, y para colmo, su nariz le picaba producto de alguna alergia contraída en estos días de frío veraniegos. Es entonces que Lucas, harto ya de rascarse compulsivamente con la mano derecha la única nariz que tiene, frente al vidrio del ómnibus levanta la cabeza y observa las cúpulas y terrazas de Buenos Aires, olvidadas por los hombres debido a sus copiosas vicisitudes cotidianas. Lucas descubre aquellas cúpulas, que parecen embellecerse a medida que el colectivo avanza y se le presentan nuevas buhardillas y terrazas que jamás había visto. Y mientras las observa, descubre que su propia imagen, proyectada en aquellas torres grises de Buenos Aires, acompaña saltando de terraza en terraza, cúpula en cúpula, la marcha del colectivo, frenando en los semáforos, doblando en las esquinas. Lucas abre la ventana y siente el viento en su cara, como si estuviera bailando con los techos de la ciudad. El vértigo y la adrenalina del vacío en sus pies cuando salta lo funden con el viento, dorado reflejo de los vidrios del sol. Cuando frena, esperando el avance del colectivo, una brisa le revuelve los cabellos y escucha a los pájaros tan nítidamente que por un momento llega a pensar que es uno de ellos.
Desde lo alto de un edificio de cuatro pisos divisa su casa, pero Lucas no se anima a tirarse. Siempre tuvo el mismo problema. Subía con entusiasmo, pero al bajar, consecutivamente titubea. Decide hacerlo rápido, como una zambullida en una laguna helada. Lucas en el colectivo, con la cabeza erguida, levemente tirada hacia atrás, apuntando a un cielo de terrazas grises y vidrios de oro, baja la cabeza cerrando los ojos como dos esferas de bosque y aprieta los dientes. Abre los ojos y por la ventana se percata que tiene que bajarse en una cuadra, por lo que se levanta y por el pasillo del colectivo, enfila hacia la puerta de descenso. Rengueando por el golpe de la caída, Lucas deja un hilito de sangre entre su asiento y la puerta, ya que esta vez, cayó mal desde aquellas cúpulas y terrazas.
Desde lo alto de un edificio de cuatro pisos divisa su casa, pero Lucas no se anima a tirarse. Siempre tuvo el mismo problema. Subía con entusiasmo, pero al bajar, consecutivamente titubea. Decide hacerlo rápido, como una zambullida en una laguna helada. Lucas en el colectivo, con la cabeza erguida, levemente tirada hacia atrás, apuntando a un cielo de terrazas grises y vidrios de oro, baja la cabeza cerrando los ojos como dos esferas de bosque y aprieta los dientes. Abre los ojos y por la ventana se percata que tiene que bajarse en una cuadra, por lo que se levanta y por el pasillo del colectivo, enfila hacia la puerta de descenso. Rengueando por el golpe de la caída, Lucas deja un hilito de sangre entre su asiento y la puerta, ya que esta vez, cayó mal desde aquellas cúpulas y terrazas.
lunes, 25 de mayo de 2009
CAÍDA LIBRE
Sintió, por unos segundos, una suave brisa que inundaba su cara, acariciando sus cabellos. La sintió luego en todo su cuerpo, como una leve presión que frenaba su impulso.
El movimiento era mínimo al principio, pero a medida que avanzaba más en esa oscuridad, que le daba una sensación onírica de vacío, sobre todo vacío, sentía que el colchón de viento, generoso con su cuerpo, se transformaba velozmente en un pequeño huracán, tornándose cada vez más imprevisible y violento. Y él, con sus ojos cerrados entre los sueños y el borde de la cama, caía de una forma en que su sien trazaba un perfecto camino en línea recta con el borde de la mesita de luz, que afilaba su punta, relamiéndose en la sangre futura.
En el trayecto, divisó una taza de café, que era a su vez un punto negro, y que era la mancha de un leopardo, que lo miraba fijo desde el borde de la cama. Miraba como él caía, embebido en sueños sobre leopardos color sepia que lo miraban mientras él, dormido, divagaba acerca de un felino que contaba los segundos, minutos, horas, en que la sien se encontraría con la punta de la mesita de luz y tal vez, luego de saciar sus deseos de negra sangre, ambos, punta y sien, sintiesen algún atardecer tomados de la mano.
Mientras el leopardo proyectaba romances entre muebles y frentes, y el huracán seguía envolviéndolo con sus tentáculos invisibles al tiempo que caía de la cama, él escuchó (y esa brisa estaba seguro que la había sentido en alguna parte), la voz de un hombre, quebrada y aguda. Notó su gruesa barba blanca, su capucha gris. Vio al hombre, arqueado por las noches y acróbata cuando brilla el sol de un reflector. La voz le contaba un cuento sobre un hombre que, dormido, cae de la cama y se golpea la frente con la punta de la mesita de luz. Pero cuando estaba llegando al desenlace, recordó el viento, que limpiaba su cara de ojos cerrados en el vacío del aire, ya sin la seguridad de ese pie que se negaba a dejar la cama. Y se imaginó a si mismo, volando por encima de los trenes. Pensó en pájaros con las cabezas de sus novias pasadas, que buscaban desesperadamente una ventana, pero todas estaban cerradas. Y luego los vió a todos, los trenes, las aves con cabeza de mujer, el leopardo, el hombre de barba blanca y hasta a su yo volador, que lo miraban desde los siete rincones del cuarto.
Y un ruido. Sangre. Pequeño espasmo. Ojos abiertos, desorientados. Una mano que acaricia su sien mojándose, volviéndose roja. Luz. Una curita insuficiente. Dos curitas cruzadas. Seis y media. Café con tostadas. Un placard abierto. Corbata, saco, camisa, pantalón. Y un leopardo que lo mira desde el borde de la cama.
El movimiento era mínimo al principio, pero a medida que avanzaba más en esa oscuridad, que le daba una sensación onírica de vacío, sobre todo vacío, sentía que el colchón de viento, generoso con su cuerpo, se transformaba velozmente en un pequeño huracán, tornándose cada vez más imprevisible y violento. Y él, con sus ojos cerrados entre los sueños y el borde de la cama, caía de una forma en que su sien trazaba un perfecto camino en línea recta con el borde de la mesita de luz, que afilaba su punta, relamiéndose en la sangre futura.
En el trayecto, divisó una taza de café, que era a su vez un punto negro, y que era la mancha de un leopardo, que lo miraba fijo desde el borde de la cama. Miraba como él caía, embebido en sueños sobre leopardos color sepia que lo miraban mientras él, dormido, divagaba acerca de un felino que contaba los segundos, minutos, horas, en que la sien se encontraría con la punta de la mesita de luz y tal vez, luego de saciar sus deseos de negra sangre, ambos, punta y sien, sintiesen algún atardecer tomados de la mano.
Mientras el leopardo proyectaba romances entre muebles y frentes, y el huracán seguía envolviéndolo con sus tentáculos invisibles al tiempo que caía de la cama, él escuchó (y esa brisa estaba seguro que la había sentido en alguna parte), la voz de un hombre, quebrada y aguda. Notó su gruesa barba blanca, su capucha gris. Vio al hombre, arqueado por las noches y acróbata cuando brilla el sol de un reflector. La voz le contaba un cuento sobre un hombre que, dormido, cae de la cama y se golpea la frente con la punta de la mesita de luz. Pero cuando estaba llegando al desenlace, recordó el viento, que limpiaba su cara de ojos cerrados en el vacío del aire, ya sin la seguridad de ese pie que se negaba a dejar la cama. Y se imaginó a si mismo, volando por encima de los trenes. Pensó en pájaros con las cabezas de sus novias pasadas, que buscaban desesperadamente una ventana, pero todas estaban cerradas. Y luego los vió a todos, los trenes, las aves con cabeza de mujer, el leopardo, el hombre de barba blanca y hasta a su yo volador, que lo miraban desde los siete rincones del cuarto.
Y un ruido. Sangre. Pequeño espasmo. Ojos abiertos, desorientados. Una mano que acaricia su sien mojándose, volviéndose roja. Luz. Una curita insuficiente. Dos curitas cruzadas. Seis y media. Café con tostadas. Un placard abierto. Corbata, saco, camisa, pantalón. Y un leopardo que lo mira desde el borde de la cama.
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